En los ojos
de Lindú
Luiz miraba por la
ventana, allí afuera estaba esencialmente el mundo, personas que iban y venían
de un lugar a otro, toda la vorágine social y todo el drama cotidiano estaba
allí, afuera. Y Luiz miraba por la ventana, y pensaba que afuera, y no en la
fría habitación del Hospital Sirio-Libanés, estaba esencialmente el mundo, no
podía dejar de recordar que él también había sido protagonista, gran
protagonista, de aquello que hoy entendía que estaba en otra parte, afuera tal
vez o quizás un poco más lejos, en ciudades más grandes y también en lugares
más pequeños como su pueblo natal, el lejano Pernambuco. Pero seguro no estaba
en la fría habitación que ocupaba. Allí estaba solo él y la fatalidad, eso no
era esencialmente el mundo, o por lo menos así lo creía aquel día. El diagnóstico había sido lapidario (cáncer
de laringe) y el pronóstico reservado, la internación y la cirugía debían ser
inmediatas, y así sería. Allí estaba Luiz, en una fría habitación esperando un
desenlace, mirando por la ventana, creyendo que tal vez afuera estaba el mundo
que alguna vez lo había hecho célebre, poderoso, infalible, intocable. Y ahora
estaba enfermo, débil y enojado, sentía que no se merecía aquello, en las penumbras
de su cuarto de jeremías se preguntaba iracundo ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?
Las interpelaciones retumbaban en su cabeza con ofuscación; macabra
certidumbre.
Marisa, su compañera,
entró a la habitación aquella mañana definitiva. Son momentos que parecen
detenidos en el tiempo, momentos imborrables que siempre acechan, no se los
espera y allí están, simplemente ocurren. Operaban a Luiz, el riesgo era alto.
El cáncer no solo lo había privado de su buena salud sino que también había
minado considerablemente su carácter otrora alegre, Marisa asistía azorada a
aquellas transformaciones, en el día en que lo iban a operar sabía que era
necesario que Luiz recuperara su fe y su ánima, pero no sabía cómo. Ella le
llevaba toda clase de manifestaciones que le prodigaban en diversos lugares del
país, pero todo parecía en vano, su espíritu estaba quebrado. Empero aquel día
se propuso no decirle nada, no intentar alentarlo. Un viejo retrato fue todo lo
que llevo al hospital, se lo entrego, Luiz observó detenidamente la fotografía
en blanco y negro, casi no se reconoció, era él de pequeño y lo sostenía en sus
brazos Doña Lindú, su madre. Vio sus entrañables ojos escrutándolo, recordó su
lucha, la pobreza, las borracheras y los golpes de su padre Arístides, las
intensas jornadas en la fábrica, el sindicato, las huelgas, la cárcel, sus
hijos, un gol de Sócrates un domingo por la tarde en el Pacaembú para su amado Timão, recordó las pocas victorias de su
vida y las muchas derrotas, y sin embargo pudo conectarse nuevamente con una
fuente de abundancia.
Entonces comprendió: el mundo que lo había hecho lo que era
no estaba afuera, estaba ahí con él, en esa circunstancia, todas las
posibilidades de su destino se agotaban únicamente en él. La enfermedad ahora
lo dignificaba, lo engrandecía, supo que en ella no estaba su destino sino en
la lucha, asumió aquello y comprendió que su vida valía la voluntad de su
espíritu, el tamaño de su esperanza, la fe de sus conquistas, que no importan las circunstancias, la dignidad
humana es también una conquista. Íntimamente agradeció a Lindú y Marisa. Entro
al quirófano, ahora sí, dispuesto a dar batalla. (Luiz sobrevivió a la
operación y continúa dignificándose en su lucha contra el cáncer).
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